15 de diciembre de 2019: San Manuel Bueno, mártir / Miguel de Unamuno
Reunidas Fernandinho, Eugenio, Carmen, Laura, Elena, Jorge, Marta, Araceli, Ruth, Mónica, Lis y Julio.
Fernandinho solicita abrir la sesión para comentarnos que le gustó mucho la introducción de la edición que ha leído (la de Biblioteca Básica de Anaya), ya que le ha situado en el contexto histórico de la España previa a la Guerra Civil, pero que cuando empezó a leer la obra no fue capaz de continuar, pues el autor hace tal uso del idioma que se escapa a su comprensión lectora del español; al respecto, lo compara con hablar inglés coloquial y leer a
Shakespeare.
Jorge afirma que esta novela es su libro de cabecera, junto a
El amante lesbiano, y que le tiene mucha estima por tratarse de una elevada expresión del budismo y del minimalismo, y tratar un tema extemporal. Lee el escrito de un amigo catedrático de Química en la Universidad de Castilla-La Mancha, a quien conoció en un viaje a Marruecos y describe como «un curilla» profesor de Química y empresario de industria investigadora de las propiedades del ajo, condimento alimenticio del que afirma
Lis que tiene un célebre efecto antibiótico; el escrito está firmado bajo el seudónimo de «El Inicuo», y habla de una experiencia propia en torno a una discusión que tuvo el autor con un evangelista que pretendía convencerle de la verdad de sus creencias.
Jorge señala que todo debate religioso está fundado sobre la dicotomía entre fe y razón, y que normalmente se debilitan las creencias a medida que aumenta el conocimiento, a lo que añade que el protagonista del libro de
Unamuno sólo deseaba creer;
Elena replica que en el cura de Valverde de Lucerna hay una cierta seguridad, que es la pérdida de su fe, y que lucha para que el pueblo no le imite, a lo que
Julio considera que en lo que no cree Manuel Bueno es en la resurrección, tal como se muestra durante la narración cuando en misa, llegando al final del recitado del Credo, calla.
Jorge cita la afirmación que hace el narrador sobre la «religión verdadera» ―que lee
Julio― y recuerda la escena en que juez pide al protagonista que haga confesar a un reo, apoyándose en el respeto que le tiene todo el mundo; entonces
Mónica habla del paternalismo que vislumbra en el trato que se establece entre el cura y sus feligreses,
Eugenio comenta que esta relación se ve bajo el prisma elitista que considera que el pueblo no tiene capacidad para asimilar las verdades y
Elena evoca la teología de la liberación a propósito de una mención a los curas obreros del Madrid de la última época del franquismo que hace
Mónica, quien también saca a colación la perentoria amistad que unió a
García Lorca y a Primo de Rivera poco antes del asesinato de ambos en los prolegómenos de la Guerra Civil.
Elena considera que
Unamuno no es creyente y nos recuerda el pasaje en que Manuel Bueno cita a los dos tipos de personas nocivas y peligrosas para la sociedad: los inquisidores y los racionalistas; respecto al paternalismo mencionado por
Mónica, añade que así puede entenderse esa decisión del protagonista de proteger a la gente evitando que sepan lo que él piensa, porque opina que les haría sufrir, pero también porque considera que el pueblo no va a creer en un Dios que no otorga la vida eterna. Al hilo
Julio propone que la intención del cura es hacer feliz a la gente apartándoles de la desesperación de un final en la muerte, y comenta que ésta no es una actitud de ateo, por lo que intuye que no creía en la resurrección, pero sí en la existencia de Dios.
Lis señala entonces que el tema de la muerte es un asunto muy personal, y evoca una película sobre un científico que quiere saber qué hay después de la muerte mediante la investigación del cerebro humano, al tiempo que señala que existirán dudas existenciales aunque no se tenga en cuenta la religión, mientras
Jorge recuerda que las dudas las envía Satán y
Mónica opina que el miedo a la muerte es algo impuesto y más frecuente en la infancia, y que sobre todo existe el miedo al sufrimiento y a la enfermedad, a lo que añade
Elena el temor a una larga agonía y
Julio recuerda que su madre se quejaba de lo «difícil que es morirse». Por último,
Carmen apunta que una sociedad totalmente racionalista es algo imposible y recuerda que en los Estados Unidos hay que tener una religión, no importa cuál, ya que se desconfía de los ateos porque «no son gente de fiar»; Eugenio, por su parte, recuerda que a
Unamuno le preocupaba mucho la inmortalidad del alma individual, tal como reflejó en su más conocido ensayo,
Del sentimiento trágico de la vida.
Laura nos cuenta que había leído esta novela en el Instituto y le ha gustado mucho releerla después de veinte años. Asegura que lo que más recordaba era la metáfora del lago y la montaña, ya que del final no se acordaba; opina que el tema tratado por el libro es atemporal, y piensa que las religiones se fundan sobre dos pilares: la ignorancia y el miedo, sin olvidar el sentimiento de culpa; por último señala que el pueblo de Lucerna es un buen ejemplo de manipulación de las conciencias y de las emociones, ya que la religión condiciona la vida de la gente.
Elena comenta que el sentimiento de culpa es un asunto de las religiones monoteístas y
Mónica asevera que la culpa no existe en las religiones orientales, a lo que
Carmen subraya que las personas seguimos padeciendo esa culpa sin que medie ningún dictado religioso, por ejemplo cuando nos agobia una pérdida de tiempo; entonces se inicia un debate sobre la dictadura del tiempo en nuestra sociedad productivista.
Carmen comenta que ya había leído esta obra y que le ha gustado menos que la primera vez, sobre todo por resultarle un asunto ya sin interés y superado, aunque en su momento le atrajo por su trasfondo existencialista; así califica la tesis central de la novela, en la que reconoce un tratamiento del vacío existencial poco profundo y más bien simplista, calificando su lenguaje de ñoño y a
Unamuno de poco ameno, exagerado y pretencioso. Sobre el manejo del cura sobre la gente, indica que hay buena intención, pero no deja de explotar el sentimiento de culpa, sobre el que dice que, en otras culturas, la mala conducta no provoca remordimientos, sino vergüenza.
Eugenio nos recuerda la leyenda de Deméter y Perséfone, a propósito de la historia que promete contarnos más tarde, y menciona la obra de
Erwin Rohde, un amigo de
Nietzsche, sobre El concepto de la inmortalidad entre los griegos, en referencia a la inquietud que impulsa a Unamuno a meditar sobre el asunto en las páginas del libro que estamos tratando, señalando que en el Hades, el Más Allá de los griegos, no existía la idea de inmortalidad individual, pues las almas no tenían conciencia de haber existido. Insiste en que nos han inculcado la idea de una inmortalidad del alma que desplaza el interés de la persona hacia su propia individualidad, y en ese sentido considera que Unamuno ha escrito esta novela con una intención didáctica hacia el pueblo, pero sin ningún interés en que éste adquiera un verdadero conocimiento, considerando, como Manuel Bueno, que la gente no tiene capacidad para aprender por sí misma. Apunta que ha recordado una película protagonizada por Andrés Pajares,
El donante, en la que éste donaba su pene al morir y cuando llega al Paraíso se encuentra una orgía continua en la que no puede participar; al hilo, recuerda el temor de muchos creyentes en la resurrección de la carne a sufrir mutilaciones en su cuerpo, a lo que
Carmen señala que hay religiones que no predican la existencia de ningún Más Allá, y que en Irán, donde hay importantes núcleos que profesan la religión de Zoroastro, los cadáveres de los fieles son expuestos a los animales carroñeros para que éstos se encarguen de despedazados. Finalmente,
Jorge cuenta la anécdota de un colega de su juventud que en el entierro de su padre padeció el acoso del cura, que aprovechando la ocasión pretendía atraerlo al culto católico, y a quien rechazó espetando el célebre dicho popular: «El muerto al hoyo y el vivo al bollo».
Julio indica que le ha gustado el libro porque trata de cuestiones transcendentales, y que en la época en que está escrito, cuando la Iglesia tenía bien asentados sus dogmas entre los creyentes, era arriesgado escribir sobre la pérdida de fe de un sacerdote.
Marta cuenta entonces que su abuela vivía en un pueblo y quedó viuda, y que el cura insistía en que debía ir a misa por lo que ella terminó abandonando el lugar para siempre; entonces
Mónica considera que la importancia que la Iglesia otorga a las mujeres y su preocupación por ellas, se limita al hecho de que son las encargadas de la crianza de los hijos, de los futuros creyentes, y
Araceli opina que
Unamuno no debía de estar inquieto por una reacción adversa de la censura eclesiástica, pues la narradora eleva a santidad al protagonista. Por último,
Julio nos recuerda que el autor también cita el tema del suicidio, tanto en boca del protagonista como en la de su padre, y comenta que tal vez lo utilice como posible respuesta al tedio de la vida y a su certeza en la extinción tras la muerte.
Lis también leyó este libro en el Instituto y comenta que le gustó más en aquella ocasión; destaca el
contexto histórico y considera que la época justifica la forma literaria, adecuada para llegar al gran público, con su lenguaje ñoño como intencionado para acceder a su lector contemporáneo, máxime cuando el autor cree que el pueblo español de la época tenía mentalidad zafia y feudal. Considera que su enfoque del asunto lo tiene ella ahora superado, aunque no obstante opina que el planteamiento de
Unamuno es revolucionario, a lo que puntualiza
Carmen que el tema estaba ya en el ambiente.
Lis señala que a su juicio el protagonista es una personificación de la filosofía de
Unamuno y que éste no cree en la capacidad de la gente para pensar por sí misma; destaca que los nombres de los personajes no están puestos al azar, sino que responden a un sentido (Lázaro, Ángela), y que la cuestión de la resurrección marca diferencias fundamentales entre las religiones, por ejemplo en lo referente a reencarnación o renacimiento, entre budistas e hinduísmo;
Fernandinho comenta al respecto que en la reencarnación existe una jerarquía de niveles, y que una vez alcanzado uno de ellos ya no hay retroceso hacia los inferiores. Por otro lado,
Mónica se remite a las grandes similitudes que existen entre el mito de la muerte de Osiris y el dogma de la Inmaculada Concepción, con esa paloma de Isis que engendra a Horus; recuerda también que Osiris se convertiría en el juez de los muertos tras haber resucitado.
Ruth dice que también le gustó más su primera lectura adolescente, y que el mensaje que le hizo concebir a Manuel Bueno como santo ahora no la ha impresionado; respecto al mencionado paternalismo, dice que la religión no ofrece al pueblo educación sino doctrina, de la misma manera que económicamente no procura medios para su propio desarrollo, sino caridad, y recuerda la conversación entre el protagonista y Lázaro a propósito de la intención de éste de crear un sindicato, idea que al cura parece descabellada; al hilo recuerda
Lis que el primer sindicato de campesinos en España tuvo carácter católico, aunque
Eugenio duda que antes de ello no se fundara un sindicato agrario bajo ideología anarquista y
Elena subraya la aversión que muestra
Unamuno por el sindicalismo. Entonces
Mónica lee el párrafo en cuestión, donde el protagonista afirma: «no conozco más sindicato que la Iglesia», punto sobre el que
Jorge llama la atención, pues en la primera edición de la novela, no se decía «la Iglesia», sino «mi aldea». Por último,
Ruth recuerda que la religión es el opio del pueblo y que aunque dé mucha tranquilidad lo de vivir bajo el engaño de una vida después de la muerte, no considera que hoy en día mucha gente siga creyéndolo, a lo que
Marta evoca la película de animación Coco, para mencionar la creencia de que la inmortalidad individual dura mientras la persona sea recordada por los vivos.
Araceli dice que no es un libro que ella hubiera elegido como lectura, y señala que se lee fácilmente y es muy de la época. A su juicio el autor pone sobre las espaldas del protagonista un sacrificio que nadie le ha pedido que hiciese, y esta imagen del sacerdote penando por la gente no le parece verosímil, ya que para el pueblo la felicidad es otra cosa;
Carmen señala al respecto que el protagonista es como «un nuevo Cristo» y
Julio recuerda que se metió a cura para poder atender y cuidar a sus sobrinos, hijos de una hermana recién enviudada.
Araceli comenta que hoy en día no es muy normal tener la vocación de servicio religioso, y que, salvo excepciones, son personas migrantes quienes deciden dedicar su vida a ello, probablemente para encontrar cierta seguridad laboral; por otro lado, señala que todo esto no es óbice para que la religión sea un tema muy interesante, y como ejemplo remite a la Historia de las religiones de
Mircea Eliade. Por último, insiste en que el protagonista le parece un personaje inverosímil, de tan atractivo como se muestra, pero la narradora sí le ha gustado.
Mónica rechaza el tono paternalista y patriarcal que a su juicio despide el texto, a lo que
Jorge advierte el comentario de la narradora sobre las encinas matriarcales; pero
Mónica insiste en que ni siquiera la trascendencia del asunto tratado ha sido afrontada por
Unamuno con profundidad, comparándolo con el estilo de
Paulo Coelho, aunque reconoce no haber leído nada de este último; sin embargo, indica que le ha gustado el pasaje de la confesión de Lázaro. Subraya lo mencionado acerca de que el protagonista se metió a cura para sobrevivir económicamente ―a lo que
Carmen recuerda que lo hizo como un primer sacrificio por su familia― y supone que en el clero debe haber muchos casos poco vocacionales; a continuación acentúa su crítica al autor por la manera de encarar el tema de la creencia en la inmortalidad, a lo que
Eugenio comenta que se podría comparar con
Los hermanos Karamazov de
Dostoievski y el escritor español quedaría muy por debajo, pero opina que realmente
Unamuno no tenía fe en la gente y por eso da la impresión de que su protagonista oprime al pueblo, al no conceder a las personas la posibilidad de aprender por sí mismas.
Mónica señala que el autor lo da todo mascado y recuerda alguna de las anécdotas relatadas para mostrar la bondad del personaje, quien parece sugerir que «no va a ser un capullo, pero pudo haberlo sido»;
Elena evoca entonces el omnipresente «por qué me has abandonado» en boca del tonto del pueblo, lo que demostraría públicamente sus posibles dudas en torno a la existencia de Jesucristo, a lo que
Carmen comenta que parece subyacer una moraleja que empuja a disimular la fe, parafraseando la sentencia del filósofo
Pascal que afirmaba que simulando la creencia podría alcanzarse la fe verdadera. Por último,
Mónica destaca la numeración de los párrafos como una manera de imitar los versículos del Evangelio ―a lo que
Julio recuerda que la narradora escribe como si se tratara de una hagiografía o vida de santo―, y cierra su intervención recordando la mención a los libros del padre de Ángela, donde Jorge ve una metáfora entre la ceguera inducida al pueblo y la recomendación del cura de
leer el Bertoldo como forma de evitar los males de la incredulidad.
Marta abre su turno preguntándole a
Jorge por qué ha insistido tanto en que leamos este libro, a lo que
Jorge responde que es uno de sus libros de cabecera, junto a
Lucía Etxebarría; entonces
Julio pregunta a su vez a
Marta por el motivo de su pregunta a
Jorge, y ella responde que es simple curiosidad; a continuación confiesa que le ha gustado volver a leerlo, pero que no lo ha disfrutado mucho. Recalca el poder del que continúa disponiendo la Iglesia y se muestra sorprendida por el hecho de que actualmente la gente joven siga reconociéndose creyente, aunque indica que no hay que caer en la simpleza de identificar creencia religiosa con merma racional, y que la fe no es sino una opción de vida. Al hilo,
Marta señala que el autoritarismo de los dogmas no debe confundirse con la convivencia religiosa de base, y que ella misma, reconociéndose hoy en día no creyente, ha experimentado en su juventud la experiencia de la comunidad parroquial de su barrio como centro cultural y social, y comenta que su abuela era atea, pero su madre es creyente y ella y sus hermanos se consideran ateos; entonces
Mónica manifiesta haberse sorprendido a sí misma hace poco con la toma de conciencia sobre el sentimiento de culpa que considera inculcado por la cultura judeocristiana, a lo que
Carmen recuerda que en otras culturas no existe la culpa por los actos reprobables, sino la vergüenza que provoca en quien los comete, y
Fernandinho dice mostrarse perplejo por la imagen del catolicismo que existe en España, que no tiene nada que ver con la que hay en Brasil; finalmente, a
Eugenio le surge la duda de si se puede creer en el mensaje de Cristo sin tener que creer necesariamente en su hipotética existencia.
Para la próxima Tragulia,
Julio nos propone un libro que, aunque no ha leído, le han recomendado un par de amigos:
Noches de cocaína, de
J. G. Ballard. Será el próximo 29 de febrero, excepcionalmente sábado.